El anillo único
La ambición por el poder nubla la mente y hace a las personas creerse indispensables para derrotar al Mal.

Si leyeron los libros de Tolkien, o al menos si vieron las maravillosas películas de Peter Jackson, sin duda recordarán aquel objeto: un anillo de oro, quizá demasiado grueso para servir de alianza en una boda, que tenía el poder de volver loco a quien lo llevaba, pero con una condición: que ese portador fuese jefe de algo, mandase en alguien, tuviese lo que entendemos por poder.
“Un anillo para gobernarlos a todos”, decía en la inscripción que había en su interior, que a veces se veía y a veces no. El anillo maldito, símbolo evidente de la ambición por el poder, enloqueció a Isildur, rey de la raza de los hombres, y aquello acabó costándole la vida. Enloqueció también a Boromir, otro hombre, que pretendía quedárselo para hacer el bien, y la consecuencia fue su muerte. Sembró la discordia en la reunión de Rivendel, donde personajes honestos de varias razas se habían congregado para ver la forma de destruirlo y acabar con el Mal. Consumió a Smeagol, un hobbit de pocas luces que no tenía ningún poder, pero aun así acabó convirtiéndolo en una criatura repugnante y obsesionada: Gollum. El sabio mago Gandalf no se atrevía ni a tocarlo, temeroso de caer víctima de aquella desmedida ambición. El único que podía acabar con el anillo era un hobbit noble, sencillo y de corazón limpio: Frodo Bolsón. Y ni siquiera él estaba completamente a salvo de las tentaciones y la locura que emanaban del anillo terrible.
Todos los que tenían poder y poseyeron el anillo pretendían lo mismo, o eso decían: hacer cosas buenas, usarlo para acabar con los peligros que acechaban a la paz. Hoy diríamos: derrotar a la extrema derecha, proteger la democracia y fomentar el progreso. Pero era mentira. El anillo, la ambición por el poder, nubla la mente de quien lo lleva y le hace creerse indispensable para derrotar al Mal. Ninguno se da cuenta de que esa ambición, y no otra cosa, es el Mal mismo.
Habrá que fijarse cómo de gruesa es la alianza matrimonial que lleva Pedro Sánchez en el dedo. Está repitiendo algo muy semejante a lo que decían, en el libro de Tolkien, Isildur y Boromir: que no puede dimitir ni convocar elecciones (quitarse ese anillo) porque eso favorecería la llegada al poder de la derecha y la extrema derecha. No, señor presidente, no es así. Si usted dimitiese, si pusiese a otro en su lugar o si convocara elecciones, lo que se haría sería la voluntad de los españoles. Ni más ni menos. Y eso es, por definición, bueno.
Cuanto más tiempo tarde en hacerlo, rodeado como está de un pelotón de aduladores que no se atreven a llevarle la contraria, peor pondrá la situación; más se convencerá a sí mismo de que usted es un ser providencial, el único destinado a salvar a la nación de caer en el abismo. Es decir, más le consumirá y le enloquecerá el maldito anillo, la fiebre de la ambición por el mando. Necesita usted un Frodo, señor presidente. Y no lo encontramos por ninguna parte.
El poder corrompe, decía en el siglo XIX el historiador lord John Acton. Y añadía: “Y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Quítese ese anillo de una maldita vez, señor Sánchez.