Cuando la Justicia llama a filas para un jurado popular: "Me tocó ver cosas para las que no estaba preparado"

Sentada en una mesa junto a sus ocho compañeros de jurado popular, Elena -nombre ficticio- decidió buscar una salida al bloqueo en el que todos parecían haber entrado. Hacía pocos minutos, un funcionario del juzgado les había dejado los archivadores con los detalles del juicio encima de la mesa y se había despedido hasta dentro de ocho horas, dando por hecho que el jurado no llegaría a ninguna conclusión en su primera jornada de deliberaciones.
"Nos empezamos a mirar unos a otros y dijimos: 'Hostias, que esto va en serio". Y de hecho, yo me acuerdo que empecé diciendo: 'Vale. Vamos a imaginar que, en vez de una persona real, esto es un juego, como el Cluedo o un escape room, a ver dónde nos llevaría'", relata Elena. “Y entonces, ahí empezamos a poder hablar".
Elena, actriz y directora teatral de profesión, fue una de las más de 4.000 personas que participaron en un jurado popular en 2023, cuando 453 casos se sentenciaron por esa vía -un volumen relativamente bajo frente a las más de dos millones de juicios celebrados ese año-. La ley del jurado de 1995 recuperó esta figura tras la dictadura buscando garantizar el derecho de participación directa de los ciudadanos en los asuntos públicos.
Un derecho que se convirtió en una obligación para Elena el día en que una cartera de Correos llamó a su puerta y le entregó una carta certificada mientras agitaba la mano como forma de advertencia de lo que le esperaba al abrir el sobre. En el reverso, solo tres intimidatorias palabras: Ministerio de Justicia.
"Me parecía que era una broma. Lo primero que pensé es que era un error, que era imposible. Pero no. Además te dicen en la carta que tienes un derecho y un deber como ciudadana, y que es tu obligación", recuerda Elena, que a los pocos días estaba sentada en una sala de un juzgado frente al juez a pesar de haber apelado sin éxito por tener una función teatral que coincidía con el curso, que la empresa contratante tuvo la obligación de reubicar en la temporada siguiente.
Tras ser cuestionada por las partes junto a la treintena de los otros citados para certificar que estaba libre de prejuicios racistas o políticos de cualquier tipo, finalmente fue una de las once seleccionadas -dos de las cuales eran suplentes- por sorteo para formar parte del jurado. "Nos dijeron, 'Muy bien, pues enhorabuena. Sois miembros del jurado popular número no sé qué. El juicio empieza en una hora'".
Aislamiento y lágrimas en las deliberaciones
El recuerdo de su experiencia como miembro del jurado de Carlos Parrondo está algo más difuminado porque su particular llamada a las filas de la justicia ciudadana llegó hace ya más de 20 años. "Me pagaron unas 75.000 peras por una semana de juicio" -en la actualidad se paga 67 euros por cada día de juicio y jornadas de deliberación-, recuerda este repartidor de 50 años, que no llegaba a los 30 cuando tuvo que asistir como miembro del jurado a un juicio por homicidio de un hombre a su novia. Como en la inmensa mayoría de los juicios con jurado popular (por encima del 90% en 2023), el acusado acabó siendo declarado culpable de los hechos.
Los primeros días, los miembros del jurado asisten a las vistas del juicio y regresan a dormir a su casa, cuando llega el momento de la deliberación final, los nueve elegidos son aislados en una sala sin poder hacer uso de sus teléfonos móviles ni tener ningún tipo de comunicación con el exterior.
"Te llevan a un hotel que está por ahí perdido por la zona de Navacerrada y estás incomunicado. Al día siguiente, van a buscarte en un autobús y te llevan al juzgado y ahí te encierran en una sala, te sacan todas las pruebas encima de la mesa y tú vas viendo el arma de homicidio, no sé qué, no sé cuánto. Este ha dicho tal, este ha dicho cual. Tienes que ir barajando e intentar cuadrar todas esas fichas para ver si realmente es culpable o no, aunque, bueno, culpable era porque le cortó el cuello, o sea que...", rememora Parrondo.
Las deliberaciones no fueron sencillas, a pesar de la aparente culpabilidad del acusado, según recuerda. "Los primeros días, sí había discrepancias: 'Pues no, pues no estoy de acuerdo con esto, porque el psicólogo no sé qué ha dicho, no sé cuánto'. Pero luego, en el último día ya estábamos todos de acuerdo, para darle el veredicto. Decíamos: 'Mira, pues sí está claro que es culpable, solo le tenemos que decir el por qué hemos llegado a que este personaje sea culpable'".
En la experiencia de Elena también se juzgaba a un acusado de asesinato -para el que no ha querido dar mayor detalle-. Recuerda esta etapa del proceso como algo emocionalmente muy intenso para lo que, en muchos aspectos, no se sentía preparada. "Fue muy difícil, como no querer convencer pero sí explicar y el tener que ser honestos, porque había gente que no se quería mojar. Una chica que estuvo llorando todo el proceso", recuerda la directora de teatro. "Veíamos las fotos del cadáver, las fotos de la autopsia, el arma, la prueba de sangre, ves cosas que dices: '¿Qué me estás contando?'".
El veredicto final se alcanzó, en su caso, en los últimos minutos del segundo día de deliberaciones. Tras otra larga jornada de alcanzar poco a poco los consensos necesarios para ir avanzando en el cuestionario que les pusieron delante, los policías encargados de custodiar la sala les avisaron de que si no se alcanzaba un veredicto en la siguiente hora tendrían que pasar otra noche de aislamiento en el hotel. A los pocos minutos, se vencieron las resistencias y el jurado estaba listo para entregar su veredicto al juez.
El balance que hacen ambos de su particular experiencia es muy distinto. Para Elena fue ante todo "un marrón". "Nadie querría hacer eso. O sea, es de tanta intensidad, es tan heavy. Repercute tanto en la vida ajena que yo creo que es que no, o sea, ninguno de los que estábamos allí estábamos como felices por estar viviendo esa experiencia", asegura.
Parrondo también admite que acabó afectado psicológicamente: “La verdad es que ves cosas que no estás preparado para ver”. Pero, al contrario que Elena, sí le sacó el lado positivo a esta obligación de participar durante unos días en la justicia patria. "La verdad es que como era una experiencia que nunca había vivido, pues la verdad es que molaba. De no saber nada de esto, a meterte de golpe en un tema de esto, dices: 'Joder, pues hay cosas que son interesantes'".
Hace un par de años, la fortuna o la desgracia, según se mire, volvió a estar de su lado. Volvió a ser convocado para otro jurado popular, aunque, finalmente, el juicio no se llegó a celebrar por un acuerdo entre las partes: "Yo creo que el apellido Parrondo lo deben tener ahí marcado".
Librarse del jurado
Cada dos años, precisamente en esta época del año, en las dos últimas semanas de septiembre, la Oficina del Censo Electoral realiza un sorteo del que resulta una bolsa de posibles candidatos para formar parte de un jurado. De esta lista, se extrae la primera terna de candidatos para cada juicio que va requiriendo jurado popular durante los siguientes 24 meses.
Acudir es obligatorio y se prevén sanciones de hasta 1.500 euros. No obstante, existen formas de eximirse de acudir al juzgado donde se realiza la selección final. Los casos recogidos por la ley son los mayores de 65 años, las personas con discapacidad, los residentes en el extranjero, los militares de servicio y quienes desempeñan "un trabajo de relevante interés general". También quienes acrediten "suficientemente cualquier otra causa que dificulte de forma grave el desempeño de la función".
A este último supuesto se abrazó Víctor Gil, un profesor de conservatorio que recibió la inesperada carta del Ministerio de Justicia hace cuatro años, cuando vivía en la ciudad de Segovia. El proceso siguió el mismo curso que en los casos anteriores hasta que Gil conoció el nombre del acusado, que le pareció sospechosamente familiar.
"Dije: 'Joder, que ya también es mucha casualidad, pero estos nombres y estos dos apellidos son los mismos que el alumno del conservatorio del que yo soy pianista acompañante'". Aunque no tenía forma de comprobar que era él al cien por cien, las similitudes que incluían también la edad y la ocupación de su alumno, Gil acudió al juzgado en la fecha en la que estaba citado con la voluntad de evitar participar en el proceso.
"Me dijeron que si había algún inconveniente. Entonces, yo les dije que sí, que yo creía que había un pequeño inconveniente. Y es que, en principio, yo conocía a esa persona. Y no solamente conocerla, sino tener relación", recuerda Gil. "La jueza me dijo: '¿Y tú crees que tu juicio se va a ver nublado por tu relación con esta persona?'. Le dije, que claramente sí, porque además es que yo me llevo muy bien con esta persona. Y que, lógicamente, yo preferiría no tener que participar en este proceso. Entonces me dijeron que nada, que yo me libraba y que entraría la otra persona que estaba de sustituta o quien fuese".
Su obligación cívica, sin embargo, fue rápidamente sustituida por otra. El mismo día que comenzaba el juicio, Gil tuvo que participar en un tribunal de oposición.
No siempre se requiere un motivo tan contundente como conocer personalmente al propio acusado. Jacinto Sardinero, un informático de 63 años, consiguió también no formar parte de un jurado para el que estaba convocado hace 10 años, en su caso, mediante una apelación por escrito.
"Un día me llega un sobre certificado, con todo el caso de un asesinato, tenía pinta de ser un rollo de bandas o algo así. Pero mira tú por dónde. Yo tenía ya comprado los billetes de avión para irme a Australia. Y el juicio empezaba dos días antes", relata Sardinero. "Entre los papeles venía explicado que se podía hacer un recurso, así que me puse a ello. Tiré de pluma, soy un tío con un verso fácil, y le conté mi historia. Adjunté toda la documentación para demostrar que lo había comprado meses antes y defendí que, aunque era un viaje de ocio, eran las vacaciones de mi familia…".
Tras la apelación, fue citado a los juzgados donde tuvo que comparecer ante la jueza, el abogado defensor y el fiscal. Allí volvió a repetir los argumentos esgrimidos en su carta y ambas partes estuvieron de acuerdo en eximirle de formar parte del juzgado.
"Salí muy serio, diciendo que me lamentaba mucho y tal, tal, tal. Nada, en la salida me dieron un certificado de que me había librado". En el exterior del juzgado esperaba su mujer, nerviosa por la incertidumbre sobre sus largamente planeadas vacaciones. Una pulgar hacia arriba y el certificado en la otra. Las vacaciones a Australia seguían adelante.