El cuadro de Colón

Cristóbal Colón ha pasado a la historia de la humanidad por el descubrimiento de América. Fue él quien logró la hazaña, y no cualquier otro de sus coetáneos, porque en su persona se unieron la visión —poco importa si, al final, estaba equivocado sobre las dimensiones del planeta— y la tenacidad, el sueño personal y la habilidad para contagiárselo a los monarcas que financiaron su expedición, el valor para hacer frente a lo desconocido y la capacidad de persuadir a otros para que arriesgaran sus vidas y haciendas enfrentándose al monstruo que quizás habría al otro lado del mar.
Por lo demás, y si nos olvidamos de la épica, Colón era un hombre de su tiempo que, como casi todos los demás, perseguía la fama y la fortuna. Su vara de medir era la de la España de 1492, y no la de hoy. Si honramos su memoria en el Museo Naval y en tantos otros lugares del mundo no es por su contribución a la cultura renacentista —que para eso tenemos a Nebrija y Vives, entre otros— sino por su hazaña y por sus valores, muchos de los cuales no han prescrito.
La humanidad es mejor ahora que en los albores del renacimiento. La libertad ha llegado a muchas de las naciones del globo, impulsada por las personas que, como Colón, han sido capaces de desafiar las ideas prestablecidas y hacer girar la rueda del tiempo. Es una pena que, junto al relato fiel de lo ocurrido en el Nuevo Mundo, ya no resuenen en nuestras escuelas las palabras que Arnold J Toynbee, uno de los más prestigiosos historiadores británicos del siglo pasado, dedicó a nuestros navegantes: "Es gracias a la energía ibérica que la cristiandad" —hoy seguramente habría escogido la expresión humanismo cristiano, políticamente más correcta— "ha crecido, como el grano de mostaza de la parábola, hasta que se ha convertido en el árbol en cuyas ramas han venido a anidar todas las naciones de la tierra".
Por desgracia, de un tiempo a esta parte no son pocas las naciones que han preferido abandonar ese árbol que los europeos de hoy nos avergonzamos de regar… a pesar de habernos dado frutos tan sabrosos como la propia Declaración Universal de Derechos Humanos. Frutos que, por otra parte, no hacen milagros. Por desgracia, todavía no está a nuestro alcance superar la intolerancia que muchos seres humanos parecen traer de fábrica.
Un ejemplo claro de esa intolerancia es el que nos han dado las "activistas" —"gamberras" me parece un término más preciso— que, en defensa de un Futuro Vegetal que solo Dios sabe lo que querrá decir, rociaron de pintura el cuadro de José Garnelo que recuerda a los visitantes del Museo Naval la llegada de Colón al Nuevo Mundo. Incapaces de crear, descubrir o realzar, buscan a su manera la fama y la fortuna —que hoy, por desgracia, se miden en likes en las redes sociales— dañando la obra de otros mejores que ellas. Y ni siquiera en esto son originales. Sin ir más lejos, ya hace un cuarto de siglo que los talibanes fusilaron las estatuas de Buda de Bamian.
El tiempo tratará la moda de la iconoclasia y el vandalismo como se merece, con el olvido. Pero, mientras ese día llega, el final de este disparatado episodio podemos imaginarlo con facilidad. Después de haber abusado de la libertad que ellas no se ganaron, las activistas de Futuro Vegetal abrirán una nevera que ellas no fabricaron y se tomarán una Coca Cola que tampoco inventaron para celebrar una hazaña que, en su estupidez, juzgan a la altura de la de Colón.